martes, 16 de junio de 2009

LA PIEL DEL TOMATE

A mi me pasa que con los años, las viejas neuronas abandonadas con sus recuerdos en lo más profundo de mi cerebro, reivindican su protagonismo y afloran con fuerza en mi memoria. Pero no es ese el problema. El caso es que esos recuerdos, esa vivencias, tienen ahora matices que me permiten interpretarlos de otra manera, saborearlos e incluso alguno de ellos, sufrirlos de forma particular, quizás porque ahora los entiendes en su verdadera magnitud. Situaciones críticas en la vida particular de cada uno, en la que te la juegas sin ser consciente de ello pero que te cambian la vida, palabras que se dicen pero que no debieron salir nunca de nuestra boca y que sin embargo, cambiaron otras vidas; sabores y olores, sentimientos e instantes que forjaron poco a poco nuestro carácter, nuestra manera de interpretar la vida, pero sobre todo, de comprender a nuestros vecinos en esta aventura que es la vida. Uno de estos fines de semana, un amigo me regaló unos tomates. Tomates rojos de un huerto de su padre. Recordó que un día hablamos de ello y le comenté que me moría de ganas de comerme un tomate de los antiguos, de los que tenían la piel fina y apenas le clavabas el cuchillo, soltaban un caldo rojo y un olor intenso a tomate. Con un poco de aceite, ajo, olivicas y pan del día, hoy para mí es un lujo y un placer merecedor de cualquier sacrificio. En otros tiempos era algo natural y carente de importancia. Cuento esto porque, aunque se dice mucho, se insiste hasta el aburrimiento, nuestra experiencia diaria con las cosas, las personas, con la vida, nos está marcando y no sabemos qué pasará con ellas. Ni siquiera si volveremos a sentirlas. Es una pena, y lo digo sobre todo por mí mismo y en voz alta, que corramos tanto, casi volemos sobre nuestra existencia y no saboreemos cada uno de nuestros pasos. El otro día, viendo un pueblo magnífico, íbamos todos cámaras en mano haciendo fotos como almas desbocadas queriendo captar el mejor ángulo de rincones. En un momento de lucidez, me di cuenta que era mejor disfrutar placenteramente de la visión de aquello que perder el tiempo en la foto. ¿Para qué me sirve la foto?. Sin embargo, el recuerdo, el placer, la sensación, me acompañará para siempre. Termino con la historia del tomate. Hoy, por cuestiones de logística, los tomates se cultivan de una variedad que tienen la piel dura y sobre
todo una carne superficial muy espesa y dura que le permite soportar un transporte prolongado y diferentes manipulaciones sin perder su aspecto sano. No sólo han perdido su -para mí- preciado caldo, sino que además, carecen de sabor y olor. Comiéndome los preciados tomates de mi amigo, pensaba en ello: - Mira -me decía- esto es como las personas. Ahora tenemos la piel como los tomates: dura y espesa. Por cuestiones de logística, hemos perdido "el caldo", el sabor y el olor. Teneos prisa y tenemos que estar en muchos sitios. Compartimos pocas cosas con los amigos, con los vecinos e incluso con nuestras parejas. Tenemos miedo por decir lo que sentimos o lo que verdaderamente pensamos. Total que nos quedamos en una mera cuestión de aspecto, vamos como para dar color a una ensalada. Pero qué leches, por una pura cuestión de coherencia con mis neuronas, con las que me tendré que enfrentar en un futuro, me niego a tener la piel dura y no compartir lo que soy y lo que siento con quien quiera hacerse una buena ensalada. De igual manera, espero encontrar otros tomates con los que compartir la mesa de manera franca y sencilla, pero abundante. Con eso, un poco de aceite, ajo y un buen pan de hogaza…….. el mundo por montera

1 comentario:

Anónimo dijo...

Me ha parecido genial la comparación que haces de los "tomates" que se cultivaban antes en el pueblo, con las personas. Es verdad, la ciudad nos cambia, con su rítmo acelerado. Nos hace poner la "piel" dura, perdemos nuestra "esencia" y nos avergüenza mostrarnos "tal cual". Aquí para sobrevivir, hace falta una buena coraza. Yo parece ser que no he espabilado aún. Nunca la llevé y las "hostias" fueron fenomenales. Me precio de que siempre fui y soy muy clara y me gusta la verdad. Mis raíces también son de pueblo, aunque me "arrancaron" de él, por mi bien, según mis padres y a los 14 años vine a Zaragoza. Siempre lo he añorado. Ya no me queda nada allí. Al igual que tú no quiero tener la "piel dura" y "secarme por dentro",al igual que los tomates que nos venden en el mercado y "no tener gusto a nada". Prefiero ser un "tomate" de huerto, que tan sólo con una poquita sal, pueda ser degustado por quien sepa apreciar aún los sabores de antaño.

Te felicito por este relato. Sigue escribiendo así. Besicos, Mari Paz Ramos Alonso.

En mi tierra cantan una jota, con el rítmo de Aragón:

"NO SOMOS ARAGONESES, TAMPOCO SOMOS SORIANOS, SOMOS LOS DE MONTEAGUDO Y NOS LLAMAN LOS RAYANOS". (Mi pueblo, Monteagudo de las Vicarías (Soria), dista 1 km. de Pozuel de Ariza (Aragón). Está en el límite entre Aragón y Castilla. Se baila la Jota, mis ancestros llevaban al igual que aquí, el pañuelo de cuadros en la cabeza, la faja arrodeada (blanca, o negra). También se dice "maño y maña", auque el acento está mezclado entre Soria y Aragón.