domingo, 24 de octubre de 2010

El cura

Mi pueblo al día de hoy es un espejismo de lo que fue antaño. Treinta abuelicos, dos perros y siete gatos componen su censo diario. Los fines de semana se duplica la cabaña con los hijos pródigos que acudimos, unos a buscar tranquilidad y largos paseos por el monte, otros a saquear las bodegas de los abuelicos censaos. A mi pueblo lo circundan unos cuantos más de las mismas características, sólo se diferencian en que la parte de hijos pródigos saqueadores es menor (ahora que no me leen aprovecho para incidir en el echo ampliamente discutido de que el vino no tiene nada que ver con las nuestras, pero esa es otra guerra) y la Santa Iglesia Católica que tiene parecido censo entre su tropa, no encuentra pastores jóvenes dispuestos a recorrer 7 pueblos con unas carreteras que el mismo Dios y el Ministerio correspondiente tienen abandonadas a su suerte desde tiempo inmemorial. Sabia e inspirada y con recursos en el Nuevo Mundo, la curia pensó
acertadamente que no son malas tierras para curtir a párrocos jóvenes de Latinoamérica. Y nos puso de párroco a un joven treinteañero colombiano llamado Gilberto. Un tipo grande, de facciones duras y morenas, voz abigarrada y mirada dulce, es decir un bonachón de metro noventa y ciento veinte kilos.
Al grano. Pues como quiera que en estos pueblos el Santísimo reclama a muchos de sus hijos, la iglesia sólo se llena en entierros, porque los bautizos son pocos y lamentables y las bodas escasas y sin futuro. En el último que estuve, Gilberto se sentía feliz frente al rebaño de feligreses que abarrotaban la iglesia. El buen hombre, bien dotado pulmonarmente se cebó con el incienso y llenó la Casa de Dios de una espesa niebla a
la que por los pelos no palman el resto de abuelos del pueblo de pura asfixia. Pero él era feliz. Llegó el momento del sermón. Con su voz profunda y agreste, nos recordó nuestros pecados, nuestros olvidos, nuestra vida miserable y apartada del camino de Dios de tal manera, que allí no se oía una mosca. Todos mirábamos al suelo cabizbajos soportando la bronca y pidiendo en nuestros adentros que por favor, no nos pusiera tarea ni castigo. Yo temblaba pensado que pudiera bajar del púlpito y pillarme de las orejas.
En un momento de su sermón pidió por la paz y la armonía para la huelga del día 29.
Me faltó tiempo para llamar a mi amigo sindicalista, una vez nos dió la bendición, una hora y quince minutos después de entrar (eso son misas, por cierto).
- Tío, que desde mi pueblo, el párroco ha pedido para que Dios os ilumine a todos y seáis capaces, todas las partes, de comportaros como hermanos de un sólo Padre. Que ha dicho que todos tienen sus libertades que necesitan ser respetadas
–lo decía por los piquetes- y que ante todo tienen que prevalecer los intereses cristianos.
- Vete a hacer puñetas – me aspetó de muy mala gana-

Yo le perdono porque sólo faltan horas y son los nervios clásicos de una prueba de fuego, pero sobre todo porque, pase lo que pase, volveremos a tomar un vino un día de éstos y eso, entre amigos, tiene el mismo misticismo que una bendición de Gilberto.

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